Se recostó sobre su trono, cansado, tras una larga noche de vigilia. El Archimago sabía lo que estaba haciendo, o al menos eso se decía a sí mismo. El Archimago.
La noche vapuleó los sauces junto al foso del castillo que no es tal. El mirlo se invirtió de llanto. El Archimago apareció en el Gran Salón. Todo era oscuridad desvelada. Dio dos palmadas y las fuentes de radiación comenzaron su cometido, serviciales ante las vibraciones de densidad del medio que las imbuía. Las puertas del final del Salón se abrieron con su solo pensamiento. Era su castillo y lo tenía bien enseñado, pensó. No la avaricia del muro ni de los tapices que antaño tal vez hubieran extasiado las miradas de un músico o de un atleta. No había atletas en esta Edad.
Bajó las escaleras, casi confundido con el aire y con sus fuerzas de London, el archimago sabía cómo habitar su propia morada y las escaleras lo acogían agradecidas. en el medio de la mazmorra un cuerpo llacía desnudo... bueno, tal vez no.
Levántate, dijo el archimago. El muchacho alzó la cabeza, sus pupilas inyectadas en incomprensión resentida y en asfalto. Todos están muertos, tu familia, dijo el archimago, ha sido brutalmente asesinada, todos en la aldea de hecho. No había visto nada parecido en muchas edades, muchacho. Ella ordenó matarlos. Pero no era a ellos a los que buscaba, era a ti. Todos están muertos y sus almas torturadas ¿por tu culpa? Puedes apostar que sí. Puedes dar gracias que los años me han enseñado, muchacho.
Las luces se encendieron pero no demasiado. El archimago parecía pensativo. En otro tiempo, te habría abierto. Abría arrancado tu corazón del pecho para mirar directamente en él, y buscar qué es lo que Ella quería. Lo que Ella
todavía quiere. Ahora, no obstante, conozco otros métodos más... higiénicos.